La campaña contra el uso del plástico lleva más de 50 años. Nos repiten que debemos reducir, en la medida de lo posible, su presencia en nuestra vida. Recuerdo las charlas informativas en la escuela o en la publicidad de los dibujos animados, donde nos contaban cómo esto empeora la situación de nuestro planeta.
La presencia del plástico –en nuestro día a día– es tan fuerte que dejó de ser una alarma. Hoy, con el paso de los años, se ha diversificado y transformado. La preocupación ya no está solo en la funda negra que vuela por la calle, sino en las micropartículas que están en la comida. Una persona puede ingerir, en promedio, 250 gramos de microplásticos al año —el equivalente al peso de una tarjeta de crédito—, según un reporte de la WWF y la Universidad de Newcastle.
La última noticia que me alarmó fue la bolsita del té. Medios internacionales difundieron un estudio realizado en Europa en 2024, donde científicos descubrieron que preparar té con las bolsitas transparentes —normalmente elaboradas con polipropileno— liberan alrededor de 1.200 millones de microplásticos por mililitro de infusión. Si el té, algo tan cotidiano, contiene microplásticos, qué alimentos se salvan de este destino.
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“Las 360 millones de toneladas de plástico generadas desde los años 70 sufrieron algún tipo de degradación por fricción o arrastre y se estima que el 80 % de este material generó microplásticos”. Milene Díaz, docente de la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Central del Ecuador, ha dedicado más de 10 años al estudio de este contaminante. Es ingeniera química de formación y centró su trabajo en el ámbito alimentario. Junto a su equipo, desarrolló investigaciones sobre productos elaborados en el país para determinar la cantidad de microplásticos que contienen.
La lista parece interminable. En la hora y media de conversación con la docente, saltaron nombres de legumbres, proteínas, lácteos y mucho más. Sus primeros estudios se realizaron con líquidos como la miel, un producto que ha sido estudiado junto a la cerveza a nivel internacional, en países como China y Alemania.
Para la docente, la miel es un caso peculiar ya que la contaminación es atmosférica. Es decir, los microplásticos se adhieren al cuerpo de las abejas al recolectar polen, lo que luego es transferido al producto. La misma situación ocurre con los tomates cherry. Díaz indica que por cada uno existen entre 20 a 25 fragmentos. Sin importar si están pelados, lavados o triturados (aunque en la primera opción se observó una ligera disminución).
Hay casos como el de los rábanos donde, a pesar de que son alimentos que crecen en la tierra, también presentaron una cantidad de este contaminante. Las frutillas, por otro lado, se ven afectadas al estar expuestas a sábanas plásticas que protegen a los cultivos de plagas, que se deterioran con el tiempo. “Se vuelve importante cuando pensamos en todos los alimentos que consumimos. Una ensalada de tomate cherry con atún, un refresco o un postre con miel. Sumemos todo y ahí tenemos una gran cantidad”.
En un proyecto realizado junto a la Universidad Simón Bolívar, el equipo evaluó la producción de leche y encontró microplásticos en todos los productos derivados, aunque con variaciones en las cantidades. “Aquí influyen el agua que consumen los animales, el pasto y la leche cruda en sí”.
En el caso de las proteínas, el atún también presentó partículas, especialmente los enlatados en aceite. Díaz analizó incluso una taza de té —la misma bebida que inspiró este artículo— y encontró entre cuatro y 60 microplásticos por cada 200 mililitros, “una cantidad que no resulta alarmante”. Esta contaminación se puede dar por varios factores: desde el cultivo, el proceso de producción, las máquinas que se utilizan y el tipo de envase.
Así se van añadiendo más productos a esta lista negra.
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¿Qué efecto pueden tener los microplásticos en nuestra salud? Díaz explica que estos fragmentos llevan partículas de otros elementos que le brindan al plástico cualidades como mayor resistencia y maleabilidad. Estos, lamentablemente, son en su mayoría cancerígenos y, en pequeñas cantidades, pueden convertirse en disruptores endocrinos. “Estas partículas compiten con las cantidades de hormonas que nuestro cuerpo normalmente requiere, lo que hace daño al metabolismo y puede ser un inductor de enfermedades como hipertiroidismo, hipotiroidismo, problemas de asimilación hormonal y efectos sobre el hígado”. A esto se debe sumar la cantidad de partículas que inhalamos del ambiente y que pueden provocar enfermedades respiratorias.
“Definitivamente no podemos eliminar el plástico”, enfatiza la docente. Aun con un pronóstico negativo: la mayoría de los alimentos y los líquidos están contaminados. También, existe un lado bueno, como su uso (mascarillas y guantes) durante la pandemia del Covid-19.
¿Qué podemos hacer en nuestro hogar?
Para la investigadora, la clave está en la reducción personal del material en nuestra vida y la limpieza adecuada de los alimentos. Desde recipientes de vidrio y fundas de tela, cada acción puede reducir la contaminación de la comida. Díaz apuesta por el trabajo académico que se ha realizado y recalca las nuevas propuestas de bioplásticos como: el polímero de maíz, las fundas realizadas a partir de los capuchones de la uvilla y la utilización de un hongo moldeable para la estructura de vasos.
El panorama industrial, sin embargo, es menos optimista. Frente al costo de los cambios, Díaz considera que lo más viable es que las empresas adopten buenas prácticas en el manejo de productos. “No lograremos eliminar por completo los microplásticos. Tendremos que asimilar las pequeñas cantidades que consumimos. Pero, espero que la Academia pueda avanzar en estudios clínicos que determinen qué niveles son realmente nocivos para el ser humano”.
Sobre nuestra taza de té, la docente nos recomienda optar por las hojas de las plantas más que las opciones procesadas y empacadas para uso individual. De preferencia, utilizar las que no hayan sido trituradas. Quizás la pregunta ya no sea cómo evitar el plástico, sino cómo aprender a convivir con él. (I)