Maternidad

¿Eres mi madre?

Estoy perdiendo a mi madre a causa de la demencia y a mis hijastros por el divorcio. ¿Qué queda del vínculo materno cuando las personas que amas ya no están?

Por Janet Mercel

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Mi hija de tres años no lo sabe, pero no existiría si no fuera por sus hermanos mayores. Ni siquiera son mis hijos y no tuvieron nada que ver con mi embarazo, pero fueron en parte la razón por la que me enamoré de su padre. Sin duda, también fueron la razón por la que supe que llegaría a ser—y podría ser—su madre.

No soy ajena al cliché de la madrastra que quiere mandar a los niños a un internado a la primera oportunidad, al más puro estilo de “Juego de gemelas”. Podría haber sido yo. Mi exmarido me lleva 25 años y sus tres hijos apenas eran preadolescentes cuando los conocí. Las familias ensambladas son complicadas. Pero aunque estaba profundamente involucrada con su padre —y con nuestra relación turbulenta—, me enamoré aún más de sus hijos. Esto me sorprendió, sobre todo porque nunca había prestado mucha atención a los hijos de los demás.

Hoy en día no veo tanto a mis hijastros, por una docena de razones conocidas y desconocidas. Son adolescentes, así es la vida. Estoy unida a ellos por la sangre —mi hija siempre será su hermana—, pero los niños y la relación que tienes con ellos, siempre son un daño colateral en un divorcio. Y cuando se trata de tus hijastros y es a su padre a quien estás dejando… buena suerte.

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Aun así, con bastante frecuencia, mientras preparo los snacks de mi hija para la guardería, me descubro haciendo un repaso mental diferente al de hace unos años, cuando sus hermanos mayores todavía vivían conmigo. Recuerdo quién quería manzanas y quién prefería una pera. Cuando mi hijastro decidió que quería ensaladas con proteína en lugar de sándwiches, experimenté con distintas formas para evitar que los garbanzos crujientes se humedecieran.

“Traté de amar a esos niños, cuando se me permitió hacerlo, como si fueran míos”.

Algún día, dentro de unos años, cuando mi hija quiera usar un tampón, recordaré aquella tarde en que le enseñé a su hermana mayor —y a su hermano, tan cercano a ella en edad y parentesco que bien podrían ser mellizos— cómo usar uno también (y las idénticas expresiones de horror en sus rostros). Recuerdo cómo hablamos sobre lo que realmente implica una cita con el ginecólogo, porque creo que un chico adolescente debería tener una idea tan clara de esa experiencia como las chicas de su clase. Nunca tuve interés en recrear la dinámica de Big Little Lies entre la madre sobreprotectora de Reese Witherspoon y la madrastra entrometida de Zoë Kravitz, pero traté de amar a esos niños, cuando se me permitió hacerlo, como si fueran míos.

Cuando vivíamos en Los Ángeles, en una fiesta llena de niños corriendo por todas partes, mi hijastro más pequeño pisó un clavo que le atravesó el pie de abajo a arriba. Fui la única persona a la que dejó acercarse. Me senté en el suelo y sostuve en mi regazo a nuestro niño de 11 años —con el clavo en el pie, medio en shock, babeando, llorando, vomitando un poco y gritando más cada vez que alguien intentaba revisar la herida—. No sabía que un niño con dolor y rabia podía gritar tan fuerte.

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Para entonces ya llevaba algunos años con ellos. Estaba familiarizada con sus distintas formas de necesidad: cuando estaban cansados o hambrientos, cuando había que cortar uñas, bajar fiebre o ajustar la temperatura de la ducha. Pero un trauma físico tan ruidoso, urgente y visceral es algo completamente distinto. No tenía idea de qué clase de persona sería, hasta que sentí su espalda empapada, el sudor del dolor traspasando la camiseta, sus pequeños brazos estrangulándome el cuello. Con la cabeza ardiendo, me concentré en ralentizar mi propio pulso, sabiendo que él sentiría mi pánico si lo dejaba entrar. Lo envolvimos en mantas y lo cargamos hasta el coche para llevarlo a urgencias. No me desmayé.

Unos años más tarde, me senté con mis hijastros mientras les contábamos, durante unos burritos de desayuno en Joni’s en Montauk, que nuestro matrimonio se estaba rompiendo. Los tres tienen los ojos más redondos y oscuros que jamás hayas visto, un conjunto que parpadea brillante como un trío de búhos bebés. Al otro lado de la mesa de picnic, dos pares de esos ojos se nublaron con lágrimas, mientras el tercero me miraba estoico, mientras yo trataba de explicar la situación de una manera que pareciera neutral y conversacional.

“Pensamos que nos ibas a decir que vas a tener otro bebé”, dijo uno de mis hijastros, con la voz apagada por la confusión. Mi hija tenía poco más de un año. Se subía por los tres mientras ellos alternaban entre tolerarla y balancearla en brazos. No podía explicarles que solo estaba dejando a su padre, que nunca los dejaría a ellos. Pero no podía, especialmente delante de mi pronto exmarido. Y claro, porque eso no era del todo cierto.

Antes de que naciera mi hija, nunca había estado embarazada y no estaba segura de querer estarlo. Tenía 39 años, conocí a mi ex cuando tenía 35 y no le debía cuentas a nadie más que a mí misma. Durante los siete años de mi primer matrimonio juvenil, simplemente nunca surgió el tema de manera significativa. La inutilidad de preguntarme si estaba preparada para ser una buena madre no me interesaba.

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En cambio, fui lanzada a la paternidad de la noche a la mañana. En lugar de preocuparme conceptualmente sobre si sería buena en el rol, tuve la oportunidad de aprender sobre la marcha, sin la presión de ser la única opción para los niños. Poco a poco aprendí a confiar emocional y prácticamente en mí misma con humanos más pequeños. No fuimos perfectos, pero cuando supe que iba a dar a luz, mis hijastros fueron la razón por la que sentí alegría en lugar de miedo.

Si ella ya no es madre de la manera en que siempre lo fue, ¿entonces qué me convierte eso a mí?

Ahora estoy criando a mi hija con mi nuevo esposo, quien a su vez es padrastro. Pasamos mucho tiempo con mi madre, que está viva y con nosotros, pero, a la vez… no lo está. Su demencia progresiva por cuerpos de Lewy significa que no puedo dejarla sola con una niña pequeña por más de cinco minutos. Incluso eso parece mucho, mientras corro al baño mientras mamá “supervisa” su desayuno.

Hace unos fines de semana, estaba tratando de controlar a mi hija en Target, dándome la vuelta por no más de 30 segundos, cuando mi madre desapareció. Estaba en medio de pedirle a un empleado que aplicara un Código Adam cuando ella apareció minutos después, agradablemente ajena al pánico que me había causado. Algunos días, apenas he logrado vestirlas por completo a ambas, cuando una comienza a pelear conmigo por la camiseta que lleva puesta, quitándosela con la teatral rebeldía típica de todos los niños pequeños. 

Mi madre siempre fue una cuidadora. Ser madre era para lo que había nacido, lo que definía toda su identidad: mantener la casa, criar bebés, hacerse indispensable. Ahora esa parte de ella se ha ido. Ya no tiene un propósito, al menos no según los estándares que se impuso toda mi vida. 

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Ella ayudó a criar a toda una generación de nietos: los hijos de mis hermanos mayores. Yo soy la última en la línea y ahora que me toca a mí, ella está demasiado lejos para desempeñar el papel que mejor hacía. Se frustra porque ya no tiene la misma libertad absoluta con mi hija. Yo también me frustro, porque ya no tengo a la madre con la que crecí, aquella que vivía en mi memoria como alguien que nunca, jamás llegaba tarde a recogerme y que usualmente tenía pastel recién hecho esperándome al volver de la escuela. Ahora recibo a alguien completamente distinto.

Cuando alguien muere, hay duelo, arrepentimiento, sentimientos no resueltos, pero al menos hay cierta finalidad. Cuando un vínculo se rompe por divorcio o demencia, los límites se vuelven más difusos. Técnicamente, todos seguimos vivos, pero para mí ya están casi ausentes. Ya no puedo llamar a mis hijastros en cualquier momento o enviarles un mensaje tonto solo porque pensé en ellos. Y tampoco puedo llamar a mi madre. Perdió la capacidad de enviar mensajes hace mucho tiempo, luego de hacer llamadas, y ahora, la mayoría del tiempo, de recibirlas sin ayuda.

Así que ahora, cuando extraño a alguien, me pierdo en los grandes ojos marrones de mi hija, que no se parecen en nada a mis helados ojos azules, y que son exactamente como los de su padre, sus hermanos y su hermana. Y recuerdo. (I)

Este artículo salió originalmente en Harper's BAZAAR Estados Unidos.