“Amor y paciencia”, así describe Pablo Rodríguez Toscano, administrador del Museo del Convento de San Francisco, al trabajo que su equipo ha hecho durante nueve meses ininterrumpidos para la construcción del pesebre. Es una frase sencilla, pero condensa el espíritu que late detrás de los pesebres artesanales que cada año –en época festiva– transforman a Quito, obras que combinan técnica, memoria y tradición.
Pero los pesebres no son solo eso. Son talleres improvisados dentro de conventos, museos y salones patrimoniales, donde se lijan maderas, se modelan rostros en masa de porcelana, se restauran piezas que llevan décadas circulando y se levantan paisajes completos a partir de espuma flex, ramas secas, cartón reciclado y tablones. En cada espacio, el pesebre revela cómo las comunidades entienden la Navidad y cómo la construyen, literalmente, pieza por pieza.
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En San Francisco, la exposición cumple 19 años y su proceso comienza casi de inmediato después de desmontar la edición anterior. “Ni bien inicia el nuevo año empieza el trabajo belenístico”, explica Rodríguez, quien detalla que durante el primer trimestre se planifica la temática, se organizan tareas y se proyecta lo que se presentará cada año. Ese esfuerzo se extiende aproximadamente por nueve meses, con un equipo de alrededor de 10 belenistas voluntarios, además de él mismo, que lleva 18 años en este oficio, y guías del museo que se integran cuando el tiempo se los permite.
En esta ocasión, cinco jóvenes guías se unieron por primera vez al proceso de creación, construyendo casitas y elementos del paisaje sin experiencia previa. “Cuando hay buena voluntad no se necesita ser experto para hacer algo bonito”, cuenta Rodríguez, quien los guió mientras aprendían a crear texturas, montar estructuras y replicar efectos visuales desde cero. Hoy, esos personajes hablan de convertirse en la tercera generación del taller, un símbolo de continuidad y herencia.
La pieza central de la exposición es un pesebre ambientado en el siglo XIX, inspirado en una obra inconclusa del padre franciscano Walter Berdesoto, considerado “el ideólogo de estas exposiciones” y cuya muerte durante la pandemia dejó varios de sus proyectos a medias. El equipo tomó aquel bosquejo y lo completó respetando su esencia. Las figuras principales fueron creadas por el maestro Alberto Armas, artesano venezolano que modela cada pieza en masa de porcelana y porcelanicron (conocida como cron).
El resto del montaje utiliza una variedad de materiales que aportan texturas naturales y permiten levantar desde paredes hasta caminos y paisajes completos. Además del pesebre central, la exposición incluye alrededor de 60 a 70 pesebres individuales, cada uno con cinco o seis figuras modeladas artesanalmente, además de lienzos provenientes de Cuenca que complementan la narrativa visual con escenas relacionadas a la natividad. El montaje final tomó entre 10 y 12 días, con jornadas que se extendían hasta la noche, para lograr que todo estuviera listo para la inauguración, que fue el pasado 28 de noviembre.
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Para Toscano, el proceso va más allá de lo técnico. Es una forma de convivencia y de crecimiento personal. “Hacemos pesebres para aprender a edificarnos como personas… si tengo paciencia para elaborar uno, voy construyendo también la paciencia para soportar la desavenencia de mi hermano”, reflexiona. Y añade que incluso puede ser terapéutico.
“Esta actividad es antidepresiva… cuando tenga algún problema, arme uno de estos".
Unos metros más arriba, en la Basílica del Voto Nacional, la escala cambia por completo, pero la esencia artesanal permanece. El párroco, padre Andrés Moreno, describe el pesebre monumental como “toda una obra manual”, con un equipo base de seis artesanos al que se sumaron más de 10 electricistas, constructores y programadores… que trabajaron durante más de tres meses para ensamblar cada detalle.
Aquí, la artesanía convive con la ingeniería. El pesebre cuenta con 1.750 figuras, de las cuales 650 tienen movimiento. Muchas fueron importadas desde Italia sin mecanismos y adaptadas artesanalmente en Quito para cobrar vida. Los arbolitos están hechos con ramas naturales; las montañas, con material reciclado; y varios de los movimientos están integrados a un sistema programado con Arduino, que genera un efecto de tormenta, ciclos de día y noche, iluminación progresiva y la activación coordinada de casas, sonidos y escenarios completos.
Uno de los elementos más complejos es el río de 26 metros de longitud, cuya instalación y mantenimiento son los mayores retos del equipo. “Esta es la parte delicada por el riesgo de fugas de agua”, explica Alexi Arias, miembro de la Fundación Padre Jimmy Arias, institución que custodia el pesebre monumental.
Su origen también guarda una historia. Surgió hace 21 años en un espacio de apenas 10 metros cuadrados para enseñar a los niños de una parroquia el verdadero significado de la Navidad. “Ahí fue creciendo paulatinamente hasta transformarse en un destino turístico, en un arte religioso y en un fin catequético”. Hoy ocupa 280 metros cuadrados, su tamaño más grande hasta la fecha y sigue en expansión anual.
“Ese pesebre representa una luz que sana el mundo”, resume el padre Moreno respecto a su importancia espiritual, recordando que la obra es también una invitación a la calma y a la fe en un contexto donde, según él, la violencia suele imponerse en la vida diaria.
Y aunque San Francisco y la Basílica trabajan en escalas distintas, ambos pesebres revelan lo mismo. El poder de la artesanía hecha con tiempo y en comunidad. En ambos, grupos intergeneracionales comparten técnicas, se equivocan, aprenden, reparan y vuelven a intentarlo.
En Quito, los pesebres artesanales son obras colectivas que muestran cómo las tradiciones se sostienen cuando muchas manos —jóvenes y adultas, expertas y aprendices— siguen apostando por construir algo que, como dijo Rodríguez Toscano, exige paciencia. (I)