En 1968, en el backstage de una producción de teatro de vanguardia en París, a Paloma Picasso le faltaban collares para cerrar el vestuario. Encontró la solución en un hallazgo de mercadillo: bikinis del Folies Bergère –un reconocido cabaré parisino– con pedrería cosida a mano. Desmontó las piezas, rehizo los ensambles y, aquella misma semana, los collares improvisados se llevaron una mención de la crítica.
Esa pequeña victoria práctica la empujó a formalizar lo que ya intuía. Un año después, se matriculó en diseño de joyas y pasó de la costura de escenario al banco de taller.
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Con sus primeras piezas terminadas, pidió cita en el estudio de Yves Saint Laurent en París. El diseñador le pidió joyas pensadas para la pasarela, y eso cambió la escala del encargo. En los fittings, Paloma tuvo que resolver lo que exige un desfile: que la pieza se lea desde lejos, que no marque la prenda y que pese lo justo. Con Saint Laurent trabajó como con un editor severo: ajustó proporciones, corrigió perfiles y aprendió a decidir qué entra y qué se elimina.

En 1971 entró a Zolotas, una histórica joyería griega con taller propio en Atenas. Ahí pasó al oficio en oro y aprendió a calcular aleaciones (color y dureza), a martillar para dar textura sin engrosar, a vaciar el interior de piezas para aligerar peso, a soldar eslabones y a montar cierres seguros. Ese entrenamiento es el que más tarde hizo posibles colecciones como Graffiti, Olive Leaf o Melody.
Después de Zolotas, John Loring, director de diseño de Tiffany & Co., le pidió un table setting para una exposición. La instalación funcionó y la ficharon con una colección a su nombre, Paloma’s Graffiti (1980). Una propuesta compuesta por signos y palabras trazados a mano llevadas a oro y plata. La novedad no era el guiño urbano, sino meter caligrafía y códigos de la calle en el catálogo de Tiffany y el inicio de una colaboración de largo recorrido con autoría visible.

En la alta joyería de entonces, las gemas clásicas, como el rubí, zafiro o la esmeralda, eran las protagonistas del momento y normalmente eran presentadas en combinaciones previsibles.
Paloma Picasso, en cambio, hizo del color el centro: mezcló gemas que el sector solía relegar –rubelitas (familia de la turmalina en rosa intenso), topacios azules, peridotos verdes lima, turmalinas en varios tonos– y las usó en tamaños grandes y en cortes que atrapaban la luz.
La regla era simple: que el color favoreciera a la piel y funcione con la luz real, no que grite más que la pieza o la prenda.
El estilo personal de Paloma Picasso
En fotos de archivo y en sus apariciones públicas se reconoce una misma línea de estilo, con labios rojos, siluetas limpias, tejidos con caída y la joya en primer plano. En los 70 y 80 esa preferencia se veía en el escote retrato —que envuelve los hombros como si fuese un chal—, en los hombros definidos y en la combinación de negro con rojo, una dupla que solía completar con cadenas largas y collares de lapislázuli para alargar la figura.
En 1978, en su boda civil en París, Paloma hizo un gesto que la definió dentro de la moda. La hija menor de Pablo Picasso, fallecido cinco años antes, y de Françoise Gilot, era íntima amiga de Yves Saint Laurent y Karl Lagerfeld, así que decidió mediar entre ambos, enfrentados desde hacía varias temporadas, y se vistió de los dos el mismo día.
Por la mañana, en el Ayuntamiento del VII distrito, llevó un spencer blanco con solapa mariposa de Saint Laurent, falda oscura, blusa de satín rubí con volante y lazadas, pañuelo negro con lunares en el bolsillo, guantes carmesí, tocado de plumas granate y un ramo de rosas pálidas.

Por la noche, en el apartamento dieciochesco de Lagerfeld, anfitrión de un banquete ambientado como un cuadro de Adolph Menzel, los cerca de seiscientos invitados acudieron en blanco y negro y ella irrumpió en rojo fuego, con palabra de honor, falda de gran volumen y una chaqueta abotonada de mangas abullonadas que el diseñador concibió casi como un corazón, rematada con una trenza postiza que le partía la melena en dos. Aquella diplomacia de vestuario le valió a Paloma el apodo de “musa de los modistos de París”.
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La vida entre Marrakech y Lausana
A mitad de los 2000 cambió de escenario. Desde 2006 reparte su tiempo entre Lausana y una casa de los años 80 en El Palmeral de Marrakech, levantada en una antigua plantación de olivos y ese paisaje entra en su trabajo de forma directa. En 2010 presentó Olive Leaf, una colección que tomó las hojas de los olivos de su jardín y las convirtió en brazaletes y anillos; las piedras pulidas funcionaban como pequeñas “aceitunas” y con el metal dibujó las ramas. Más adelante, miró lo que tenía alrededor y tradujo patrones marroquíes a joya, por ejemplo los mosaicos geométricos de los zelliges o las celosías de las ventanas, y también ese detalle tan común en la ciudad, las borlas, que se ve en llaves y cortinas.
Su rutina allí era estable y sin demasiados sobresaltos, con horas de boceto en una mesa que daba al patio y con prototipos que viajaban y volvían desde el equipo de Tiffany en Nueva York y un calendario que solía cerrar dos entregas grandes al año.
También comparte con su marido, Eric Thévenet, una afición poco conocida. Participan en rallies de regularidad, pruebas de carretera para autos clásicos en las que no gana quien va más rápido, sino quien mantiene una velocidad media y llega exacto a cada control horario. A Paloma le toca la navegación, marcar curvas y tiempos. La diseñadora aseguró en una entrevista que es su plan favorito cuando está en Marruecos.

Firma, negocio y un legado que administrar
Cuando llegó a Tiffany y empezó a firmar colecciones, planteó usar únicamente su nombre de pila. Quería que las piezas se reconocieran por su diseño y no por el peso del apellido. La realidad del mercado y de la prensa se impuso y 'Picasso' siguió apareciendo. A partir de ahí tomó una decisión práctica: construir una identidad que se distinguiera por la forma, de modo que la X, la hoja o la paloma funcionaran como firma visible incluso antes de leer la etiqueta.
Con esa base dio el paso a otros territorios sin perder coherencia. En los años 80 lanzó con L’Oréal el perfume Paloma Picasso y, más tarde, Tentations y Minotaure. También desarrolló líneas de accesorios y hogar en colaboración con Villeroy & Boch. Algunas de esas licencias terminaron con el tiempo, pero el perfume sigue en el mercado y mantiene viva su relación con un público que la ubica en la frontera entre moda y diseño.
En paralelo, dos piezas de los 80 fijaron su nombre en un museo: un collar de kunzita de gran tamaño en el Smithsonian de Washington D.C, y una pulsera de piedra luna con diamantes en el Field Museum de Chicago.

Desde 2023, tras la muerte de su hermano Claude, asumió más responsabilidades en la administración del legado familiar. Ese trabajo incluye autenticar obras y documentos, autorizar el uso del nombre, negociar préstamos con museos, perseguir falsificaciones y ordenar licencias comerciales en países con leyes distintas. No es una labor vistosa ni rápida, pero ocupa buena parte de su agenda y convive con el diseño de nuevas colecciones.
En la práctica significa cuidar dos frentes a la vez: el de su firma como autora y el del apellido que la acompaña.
Paloma Picasso ocupa un lugar propio en el cruce entre diseño, arte y moda. No solo sostuvo una colaboración de décadas con Tiffany & Co., también instaló un vocabulario reconocible que hoy se identifica a simple vista en escaparates, archivos y museos. Su biografía pública, a menudo narrada desde el apellido, se entiende mejor desde la obra y la constancia.
Pasó del teatro a la pasarela y de ahí a una mesa de taller donde las ideas se afinan con paciencia, año tras año. En ese recorrido dejó más que colecciones exitosas. Y una forma clara de mirar la joya como lenguaje y de trabajar con disciplina en un sector que a veces se conforma con el gesto.

Este artículo salió originalmente en Harper's BAZAAR España.