Cristina Morrison era apenas adolescente cuando salía de su casa por las noches, para ser la vocalista de The Weed, una banda con la que interpretaba canciones de rock. “Yo empecé superjoven y cantábamos covers de Pat Benatar y de todas las grandes de esa época, como Linda Ronstadt”, dice Cristina Morrison, haciendo un recorrido hacia atrás, para reconocer cómo se fue dando ese contacto con todos los gestos creativos que son parte de su vida.
También te puede interesar: De Galápagos al desierto de Palmira: así son las bodas destino en Ecuador
Si bien son espacios distintos en los que ella se ha movido desde siempre —a veces simultáneamente—, la creatividad es lo que los une, de golpe. Y si la pregunta obvia es ¿qué fue primero? La respuesta es la menos evidente: la moda siempre estuvo ahí y la música, a través del piano, también. “Comencé a estudiar piano a los ocho años y lo hice por cuatro o cinco años (…) Tocaba música clásica, que era lo que se tenía que hacer”, cuenta Morrison desde el interior de su tienda, en el Centro Histórico de Quito, donde vende los sombreros y los accesorios que diseña, así como prendas de otras creadoras nacionales.
La moda está entre sus primeros recuerdos. En las revistas que veía, en la búsqueda de un estilo personal para vestir, en el interés por ser modelo y en su madre. “Ella era una amante del diseño, del buen vestir, del buen gusto, de ser muy chic, de ser muy detallista en todo lo que se ponía, como en el uso de las joyas y en cómo se peinaba. Era una mujer muy elegante, muy sofisticada y yo creo que heredé de ella ese gusto”.
El piano sigue estando en su vida, quizás ya no lo toca como antes, pero es fundamental para ella. Sirve para componer con sus colaboradores —que llegan y lo tocan, mientras ella se dedica a las letras— y para ensayar antes de cualquier show. La moda tampoco se ha detenido, hoy sigue existiendo a través de su marca de sombreros que se comercializa tanto en Ecuador como el extranjero. En el camino pasó por el modelaje y llegó a la actuación, como esa fuerza que la empezó a mover y que le ha permitido participar en varias producciones cinematográficas y en realizaciones de lo que ella llama “la época dorada de Ecuavisa”, ese tiempo en que la televisión ecuatoriana invertía en producciones locales.
Si ella llegó a la actuación fue por medio de la música. Ver Grease, el musical protagonizado por John Travolta y Olivia Newton-John, fue un antes y un después. Tenía 11 años cuando vio el filme y todo cambió: “Yo quiero estar ahí”, pensó. “Tal vez no he hecho musicales per se, pero siempre he hecho música y actuación”, eso fue lo que se volvió determinante para Morrison.
La Baronesa llega a la vida
Una vez que terminó el colegio, Cristina viajó a Italia a estudiar teatro. Tenía 16 años cuando salió de Ecuador. Luego de Roma, su destino fue Estados Unidos, donde entró en la Academia Americana de Arte Dramático. Una década después regresó a Ecuador y llegó su apodo.
Era 1993 cuando visitó Galápagos, para grabar los dramatizados del documental El Diablo en el paraíso, dirigido por Gyula David. Morrison interpretó a Eloise Wehrborn de Wagner-Bosquet, la Baronesa de la Isla Floreana, que desapareció sin dejar rastro en 1934, en una historia plagada de misterio y traiciones.
“Ahí comenzó Napo —el músico Héctor Napolitano— a llamarme Baronesa. Con él tuvimos una banda que duró seis años, La Baronesa y sus amantes. Entonces no fue la prensa la que me puso el apodo, fue él y se hizo una bola. De ahí partió todo”, cuenta Cristina.
Baronesa es una de las formas en que se la conoce a Morrison. “Hay gente que me dice Cristina, otra que me dice Tiki y otra que me dice Baronesa”, sentencia. Los tres nombres son ella y sus seres creativos.
El camino que se bifurca entre música y actuación
¿Por qué el jazz se convirtió en el género en el que Morrison encontró su forma de expresión musical? “Por atrevimiento”, dice y ríe. Luego imita la voz ronca y ese acento costeño tan característico de Napolitano para repetir algo que él siempre le decía y que ella acepta como condición básica de quién es:
“Baronesa, usted es muy atrevida”. Luego lo explica: “Siempre he sido muy impulsiva, como muy de hacer lo que siento”.
El jazz era esa banda sonora de ir en el carro con su papá, cuando era niña, con Ella Fitzgerald y Billie Holiday a la cabeza. Pero no fue hasta mediados de los 90 que el género se volvió su pasión. “Fue a través de Esteban Molina que comencé a escuchar más jazz de verdad y ahí me entró el amor por la música, por la letra, por la voz… pero mucho después empecé a cantar”.
I love fue el primer álbum que lanzó, en 2012. Una colección de nueve temas, con seis que la tienen como autora. Un paseo jazzístico por sentidos rítmicos y armónicos de la bossa nova, del bolero y hasta de la samba. Baronesa fue su segundo trabajo, publicado en 2015, donde la base sigue siendo el jazz, pero hay tintes mucho más interesantes que la acercan al drum and bass, con canciones como Spanish Dreamland Inquisition.
En 2019 apareció Impredecible, voces de mujer, una colección de clásicos contemporáneos del cancionero latinoamericano, en dueto con cantantes como Mirella Cesa y Consuelo Vargas, entre otras. Todos, desde luego, interpretados desde una onda muy jazzera, pero con un firme carácter experimental.
La carrera musical de Morrison se desarrolló en Estados Unidos, durante la década que vivió en Nueva York. Pero un poco antes de que el mundo colapsara por la pandemia del Covid-19, ella regresó a Ecuador. “Yo venía de Nueva York, de estar 10 años allá y de cantar en bares, en clubes, yendo a festivales, con presentaciones en Indonesia, en México, en South by Southwest, haciendo giras, discos, cine latinoamericano… Y hasta estuve nominada a un Independent Music Awards, con Baronesa”.
Ahora no es que la música se haya terminado, pero se podría decir que hubo un tiempo en que se detuvo, cuando el mundo paró y ella decidió hacer algo más. Hasta que la necesidad de subirse a los escenarios surgió de vuelta.
“Yo quería volver a la música diciendo algo, porque soy de proyectos conceptuales y pensé hacerlo en mi cumpleaños, para volver en mi nuevo ciclo astral”. Interpretó varios standars de jazz en esa presentación. “Volví y me sentí increíble. Cada vez que estoy en un escenario, me acuerdo de por qué lo hago, porque lo amo”.
A fines de noviembre se presentó en el Isla Viva Music Conference, en la Isla San Cristóbal, en Galápagos, uno de los lugares que están en su corazón y en el que vive parte del año.
Si bien la actuación ha sido determinante en su vida, con la música se produce algo más. “Es como una forma de expresarte más desnuda que la actuación. Ahí como que tienes el velo del personaje, pese a que igual estás trabajando contigo mismo y tus experiencias. Pero en la música no tienes ese velo”.
Si se trata de actuación, la presencia de Cristina es parte de la historia del audiovisual ecuatoriano. Ella ha participado en varias producciones cinematográficas, como los filmes ecuatorianos Agujero negro —de 2018, donde su personaje se llama Tiki— y Feriado —2014—, ambos del realizador Diego Araujo. Además, ha sido parte de Traslúcido, Sé que vienen a matarme y la miniserie Los Sangurimas, estas últimas dirigidas por Carl West.
Morrison también ha actuado en producciones internacionales, como el filme Nadie nos mira, de la argentina Julia Solomonoff y ha sido parte de varios festivales como Tribeca, en Nueva York, y La Berlinale, en Berlín.
La era de los sombreros
Mucho de lo que ella hace es tomar de todo un poco y volverlo algo propio. Si en su música toma de varios estilos y de varios idiomas —inglés y español a la cabeza—, eso se repite en sus sombreros “porque uso materiales de aquí, como de todo el mundo”.
Cuando llegó la pandemia, ella estaba en Ecuador y, cuando se suavizaron un poco los permisos, viajó a Galápagos. En medio de las caminatas por la naturaleza, acompañada por el silencio y la ausencia de turistas, empezó a pensar en ella misma, en el esfuerzo que se había puesto para su carrera:
“Me di cuenta lo estresada y abrumada que estaba del peso que me estaba poniendo a mí misma en Nueva York, para dar un paso más allá”.
En ese instante de introspección ella se reconoció, vio lo que hizo, lo que consiguió y en lo que falló. “¿Sabes qué? No estuvo mal”, recuerda que se dijo. Entonces decidió encontrar algo que fuera menos estresante.


Los sombreros llegaron por iniciativa de una amiga diseñadora que le pidió que hicieran una colaboración y Cristina pensó en sombreros. Se dedicó a ver tutoriales de YouTube, a buscar proveedores y a entender del negocio. Si bien la colaboración se cayó, Baronesa Hats ya era un hecho y empezó un proyecto que ya tiene cuatro años y con el que se ha presentado en el New York Fashion Week, en varios pop-ups y en tiendas en varias partes del mundo.
“Descubrí que sé trabajar con mis manos porque —aparte del diseño— yo hago todas las terminaciones de los sombreros”. Ella define a su estilo como ecléctico, a lo que suma una de sus particularidades: son hechos a mano y, por ende, cada uno es único.
“Solo hago uno de cada uno y eso también es parte del slow fashion, de la parte artística creativa de ir realmente con un flow inspirador”.
Acaba de lanzar una nueva colección —que a partir del 15 de diciembre se podrá encontrar en la tienda Flying Solo, en Soho, Nueva York— y compagina ahora el emprendimiento con la música. Tiene una relación muy cercana con sus hijos, Alejandro y Joaquín, y en la cocina ha encontrado otra forma de expresión —incluso fue parte de la segunda temporada de MasterChef Celebrity Ecuador—. “Cocinar y comer en una mesa con gente querida es un acto de amor, creativo y de buen vivir”.
Quizás el secreto de Cristina Morrison es encontrar el arte en todo lo que hace. (I)