Hace un par de semanas, una campaña de American Eagle con Sydney Sweeney provocó un auténtico colapso en redes sociales. En los anuncios, la actriz aparece como siempre: rubia, encantadora y deslumbrante. La vemos en varios clips cortos, jugando con un perro o arreglando el motor de un auto. Cada video termina con el mismo eslogan: “Sydney Sweeney tiene grandiosos jeans.”
Algunos de los anuncios fueron más provocativos. “La composición de mi cuerpo está determinada por mis genes”, dice Sweeney en un video que ya fue eliminado de las redes sociales de American Eagle. En otro, explica: “Los genes se transmiten de padres a hijos, y suelen determinar rasgos como el color del cabello, la personalidad e incluso el color de los ojos.” Cuando la cámara se enfoca en los suyos, añade: “Mis jeans son azules”. (Jeans y genes tienen la misma pronunciación en inglés). Estos anuncios suscitaron comparaciones con el infame comercial de Calvin Klein de 1980 protagonizado por Brooke Shields (quien tenía solo 15 años entonces) en el que, vestida de mezclilla, recitaba frases sobre genética, “apareamiento selectivo” y “selección natural.”
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En respuesta, algunos acusaron a American Eagle y a su portavoz rubia y de ojos azules de participar en mensajes racistas encubiertos y de promover “eugenesia” e incluso “propaganda nazi.” Según un análisis de The New York Times, la reacción negativa fue impulsada principalmente por “algunas cuentas con relativamente pocos seguidores”, pero bastó para desatar la furia de la derecha y un ciclo de artículos de opinión e hilos en redes que parecían sacados de mediados de la década de 2010. Todo recordaba al desastroso anuncio de Pepsi con Kendall Jenner, y esperaba una respuesta clásica de crisis: una rápida retractación, seguida de una disculpa solemne de Sweeney en Instagram. Pero no fue así, porque lo que pasó después rompió con el guion habitual. De hecho, la forma en que se resolvió me hace pensar que la cultura de la cancelación podría haber terminado para siempre y no por las razones que uno podría imaginar.
El término “cultura de la cancelación” entró en el léxico popular a finales de la década de 2010. Se refiere a retirar apoyo a alguien, a menudo una figura pública, por lo que dijo o hizo, dejándola “cancelada” como un programa de TV discontinuado. Pero la definición siempre ha sido resbaladiza. En 2020, el presidente Trump lo usó al defender el Monte Rushmore durante un discurso del 4 de julio, lo que ilustra un gran problema con el término: es tan amplio que puede aplicarse a cualquier cosa, desde monumentos nacionales hasta criminales convictos, políticos caídos en desgracia, ejecutivos infieles (y sus directores de RR.HH.), influencers de belleza, Katy Perry y villanos virales como Amy Cooper, a quien la llaman “Karen de Central Park.”
Es difícil medir el impacto de una cancelación, en parte porque a menudo escuchamos a personajes públicos quejándose de haber sido cancelados ante enormes audiencias y plataformas mediáticas, lo cual contradice la idea misma. Estas inconsistencias han alimentado el debate sobre si la cancelación es efectiva o incluso si existe realmente.
Políticamente, la derecha la ha caracterizado como una creación de la izquierda “woke” y censora. Podría decirse, sin embargo, que los derechistas no tienen problema en intentar silenciar a sus críticos. Y que la idea de cancelar también tiene detractores dentro de la izquierda, quienes sostienen que puede degenerar en una forma de acoso moralizante y contraproducente. Sea como fuere, los conservadores hoy claman victoria sobre ella.
Hay indicios de un cambio de ambiente, sobre todo desde la compra de Twitter (ahora X) en 2022 por parte del “absolutista de la libertad de expresión” Elon Musk, seguida de la elección de Trump en 2024. Días antes de su investidura, un sumiso Mark Zuckerberg anunció cambios en las reglas de moderación de Meta, permitiendo a los usuarios llamar “enfermos mentales” a los miembros de la comunidad LGBTQ+, entre otras cosas. Y las compuertas parecen haberse abierto también en el mundo corporativo, con una frase de un banquero de alto nivel en Financial Times que se volvió viral y resumía el momento cultural: “Me siento liberado. Podemos decir ‘v******’ y ‘vagina’ sin miedo a ser cancelados… es un nuevo amanecer.”
La Casa Blanca no tardó en intervenir en el “Sweeney-gate.” El jefe de comunicaciones de Trump, Steven Cheung, calificó la controversia como “cultura de la cancelación desbocada” y escribió: “Este pensamiento liberal retorcido, morboso y denso es una gran razón por la que los estadounidenses votaron como lo hicieron en 2024.” Rápidamente, figuras de derecha como Megyn Kelly y Matt Walsh salieron en defensa de Sweeney. Al menos en mi feed, vi más publicaciones sobre las críticas que críticas reales. Se percibía que, incluso si el lenguaje de los anuncios era cuestionable, la reacción había sido exagerada y quizá provenía de una extraña obsesión con el cuerpo de Sweeney o de lo que ella misma ha llamado “malinterpretaciones” sobre los orígenes de su familia.
La discusión en línea cambió de tono nuevamente cuando se reveló que Sweeney se había registrado como votante republicana en 2024. La actriz no lo negó ni intentó aclararlo, y la noticia desató la euforia del mundo MAGA, con la Casa Blanca y el propio Trump publicando varias veces al respecto. “Sydney Sweeney, republicana registrada, tiene el ANUNCIO MÁS SEXY allá afuera,” escribió Trump en Truth Social. “¡Ve por ellos, Sydney!” Y ahora, el valor de las acciones de American Eagle ha subido un 23 %.
Al observar la respuesta a la campaña, es fácil entender por qué la derecha está exultante. Hasta ahora, las celebridades republicanas eran en su mayoría hombres mayores y excéntricos como Kid Rock o figuras erráticas como Azealia Banks. En cambio, Sweeney protagoniza series aclamadas y premiadas. Tiene fans jóvenes. Es cool. (Su nueva película, Americana, se estrenó la anterior semana). Y aunque ser republicano sigue siendo transgresor en Hollywood, Sweeney no parece haberse visto afectada, lo que sugiere que estamos entrando en una era donde este tipo de controversias politizadas ya no son incompatibles con la fama mainstream.
Por su parte, American Eagle emitió un comunicado cuidadosamente redactado diciendo que la campaña “siempre se trató sobre los jeans.” Pero antes del lanzamiento, el director de marketing, Craig Brommers, había declarado a medios especializados que los anuncios contenían “un lenguaje ingenioso, incluso provocador” y que “definitivamente iban a generar reacciones.” No está claro hasta qué punto la marca buscó deliberadamente este nivel de drama, pero parece haberle beneficiado.
Es innegable que tras la elección de 2024 ha habido un giro político hacia la derecha, pero creo que el declive de la cancelación tiene raíces en tendencias digitales mucho más largas. Las redes sociales se han fragmentado, con usuarios que se agrupan en diferentes plataformas. A menudo, la división es generacional: boomers y la Generación X en Facebook, Instagram como reino millennial y la Generación Z dominando TikTok y Snapchat. Pero también se da por afinidad política: antes de que Musk comprara Twitter y reinstalara a muchos expulsados, los ultraderechistas migraban a plataformas como Gab. Ahora, ya sea en el refugio progresista de Bluesky o en la Truth Social de Trump, es fácil perderse en la realidad que cada uno prefiere.
Las cámaras de eco no son nuevas, pero la desconexión actual va más allá. En su libro Doppelganger (2023), Naomi Klein lo llama el “mundo espejo”: un espacio alimentado por la búsqueda de atención, donde los usuarios priorizan la marca personal y el deseo de viralidad por encima de un compromiso genuino con temas complejos, lo que difumina la frontera entre la realidad y su percepción. Este fraccionamiento del mainstream dificulta “cancelar” a alguien de la misma forma, porque si en una plataforma es un villano, en otra probablemente sea un héroe. En TikTok, acusaban a Sweeney de nazismo. En X, era America’s Sweetheart.
Esta fragmentación lleva tiempo gestándose, pero se aceleró con la pandemia. Lo noté con fuerza durante el juicio Amber Heard vs. Johnny Depp en 2022, donde la división de opiniones se avivó con ejércitos de bots y creadores partidistas. Más recientemente, algo parecido ocurrió en la disputa legal entre Blake Lively y Justin Baldoni. Escribiendo en Zeteo, Taylor Lorenz señaló que el caso se había convertido en una puerta de entrada para el contenido de derecha, con comentaristas conservadores aprovechándolo para socavar el #MeToo y ganar audiencia masiva.
Y en una economía de la atención, donde cualquier mirada puede monetizarse, es más difícil que un escándalo acabe teniendo consecuencias negativas, al menos económicas. Tomemos al excongresista George Santos: antes de ir a prisión, ganó más de 400.000 dólares en Cameo, apareció en podcast populares y condujo el suyo propio con invitados famosos. En una entrevista con Ziwe Fumudoh, ella le preguntó lo que muchos pensaban: “¿Qué podemos hacer para que desaparezcas?” Él respondió: “Dejen de invitarme a sus cosas… Pero no pueden, porque la gente quiere contenido.”
El congresista MAGA Matt Gaetz también abrió su cuenta en Cameo, cobrando 500 dólares por video, justo después de que un informe de ética revelara que gastó “decenas de miles” en sexo y drogas. Ya sea con estrellas de OnlyFans generando furia por acostarse con cientos de hombres en un día o con alguien como Russell Brand, que sigue publicando videos diarios en Rumble (una alternativa a YouTube que se proclama “inmune a la cancelación”) mientras niega acusaciones de violación, la economía de los creadores es hoy un lugar donde cualquier tipo de atención puede convertirse en dinero, con menos reglas que nunca.
Incluso si la indignación pública ya no es un método eficaz de rendición de cuentas, los espacios digitales siguen llenos de ira en todos los frentes. Creo que eso fue parte de lo que hizo que la controversia de Sweeney dominara el ciclo noticioso durante semanas. No se trataba solo de lo que los anuncios implicaban (o no, según a quién escucharas). También reflejaba una ansiedad más profunda sobre las reglas cambiantes del internet y sus dinámicas de poder. Ya no está claro dónde está la línea ni qué hacer cuando alguien la cruza, y eso resulta inquietante para muchos.
Aun así, conviene pensar en por qué la reacción relativamente pequeña contra Sweeney fue deliberadamente amplificada. Al ver la maquinaria de contenido de la derecha defender a su nueva heroína y declarar la victoria contra la “turba woke”, recordé Jerry Springer: Fights, Camera, Action, una reciente serie documental de Netflix sobre The Jerry Springer Show. Durante sus 27 temporadas, el programa mostró lo peor de la televisión basura y apeló a nuestros impulsos más básicos. Sus invitados, muchas veces vulnerables, confesaban todo tipo de atrocidades mientras el público los abucheaba y los incitaba a pelear. El show fue cancelado (otra vez ese término) en 2018, pero ahora, cuando deslizo por un timeline lleno de carnada de odio (violencia, racismo, basura generada por IA) siento que todos vivimos en uno de esos episodios, degradados y distraídos a la vez por el espectáculo.
Este artículo salió originalmente en Harper’s BAZAAR Estados Unidos.