Querido lector, yo no soy modelo. Nunca lo he sido. No soy modelo al punto de que, cuando trabajé en una agencia de modelos, ni un solo agente consideró siquiera la posibilidad de que pudiera serlo. Afortunadamente, aprendí a escribir y, en los muchos años desde entonces, he trabajado felizmente entre bastidores en la moda, viendo los desfiles en lugar de caminar en ellos, en mi rol como editora de revista. Cuando comencé, el consenso general era que las editoras debían oírse, no verse. Para que te tomaran en serio, dejabas la vanidad a un lado y te dedicabas al trabajo.
Poco a poco, eso empezó a cambiar con el auge de la fotografía de street style y el contenido detrás de cámaras. En una de las revistas donde trabajé había una broma recurrente sobre los dos tipos de editoras: show ponies y workhorses. Yo era lo segundo. Cada vez que me descubría pensando demasiado en mi apariencia, resonaban en mi mente las palabras de mi primera jefa: “Nadie te está mirando, querida”, me soltó cuando me oyó dudar sobre qué ponerme para un desfile. Cuando eres escritora, es mucho más importante que la gente respete tus palabras que tu apariencia. Especialmente cuando eres una minoría y te costó mucho más que a tus colegas llegar hasta allí.
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Además, he aprendido a respetar el modelaje como oficio. Conociendo a algunas de las modelos más famosas del mundo, he comprendido que su magia no radica solo en la belleza o en ese sentido innato del estilo. Pasa 12 horas en un shoot y te das cuenta de que modelar es un trabajo arduo. Es una verdadera habilidad: saber moverte y saber quedarte inmóvil, encontrar la luz, navegar egos creativos y, de algún modo, estar a la vez despreocupada de tu cuerpo y completamente consciente de él. Piensa en cuántas fotos tomas con tu iPhone para conseguir una selfie decente. Las modelos no tienen ese lujo. Su valor y su moneda están determinados por la percepción externa.
Así que imagina mi sorpresa cuando, a comienzos de septiembre, recibí un mensaje de mi amigo Conner Ives pidiéndome que caminara en su próximo desfile. Conner es uno de los diseñadores más brillantes de Londres, un mago a la hora de convertir deadstock y piezas vintage en ropa de fiesta amada por Rihanna. Su entusiasmo por la moda —y por hacer felices a las mujeres— es contagioso. Ahora que lo pienso, cada vez que lo veo, está sonriendo.
La línea de modelos entre bastidores.
Para ser sincera, fue una invitación inesperada pero tentadora, de esas que suelen hacerse a socialités con apellidos reconocibles. Pero después de años sentada en los desfiles, pensé que sería interesante vivir la experiencia del otro lado porque —no temo admitirlo— hay una parte de mí que siempre se preguntó cómo se siente ser una de esas chicas a las que he observado con asombro durante años. A menudo me he preguntado qué pasa por sus mentes. ¿Miedo? ¿Pánico? ¿Empoderamiento? ¿Alegría? ¿Euforia?
La principal razón por la que acepté, sin embargo, fue porque en los meses posteriores a su show anterior, Conner recaudó más de 600.000 dólares para Trans Lifeline, una organización que brinda recursos y apoyo a la comunidad trans, gracias a su camiseta viral “Protect the Dolls”, que llevó en su saludo final el año pasado. Pronto estaba en todas partes: Pedro Pascal, Troye Sivan y Addison Rae, por mencionar algunos. Tenía sentido que para su siguiente colección, Primavera 2026, quisiera celebrar a esas Dolls eligiendo a personas trans y de género no conforme para su desfile. Y, bueno, supongo que pensó en llamarme. Me dijeron que podía quedarme los zapatos, lo cual también ayudó a inclinar mi decisión.
Como dije, no soy modelo, así que cuando llegué al casting y tomé asiento junto a un grupo de chicas una década más jóvenes que yo, con tacones en sus bolsas y esperando nerviosamente a que las llamaran, me sentí como si estuviera de vuelta en la escuela, afuera de la oficina de la directora. Empecé a ponerme nerviosa. Ya no soy una jovencita, y tampoco soy passing, un término que define a las mujeres trans que pueden desenvolverse en la vida sin ser identificadas como tales.
Conner hablando con nosotros antes del espectáculo.
Con suerte, Conner tiene un don para hacer que las mujeres se sientan cómodas, al igual que Vanessa Reid, la estilista con la que trabaja. Entré en su inmenso estudio y solté un suspiro al ver filas de mules en tonos joya y sandalias de tacones finísimos, olvidando por un momento que estaba ahí como modelo y no como editora en una visita profesional. “Tenemos algo que hemos estado guardando para ti”, dijo, radiante. Por lo que alcancé a ver, su colección era un caleidoscopio pop de colores neón, vestidos al bies y sus técnicas características de upcycling: chaquetas kimono forradas de piel, vestidos tipo pañuelo de piano y camisetas de rugby de inspiración vintage.
Cuando menos lo esperé, ya estaba en un área de vestuario con dos personas desvistiendo y ajustándome las tiras de unos Jimmy Choo de quince centímetros. Gracias a Dios me había hecho la pedicura la semana anterior. Me deslizaron en un catsuit ceñido y sin espalda. “Listo, ya estás”, dijo el asistente de estilo con una sonrisa, anudando un cinturón adornado con conchas alrededor de mis caderas. ¿Dónde está el resto del atuendo?, pensé. Asumí que era solo una prenda interior, algo tipo Spanx para contenerme antes del look real. “Puedes caminar ahora”, dijo el vestuarista con la paciencia agotada de alguien que lidia con una no-modelo.
No conozco a una sola mujer que ame cada parte de su cuerpo, ni siquiera las modelos. Ahí estaban mis brazos, mis piernas, mi trasero, mis muslos, envueltos como al vacío en lycra negra. Sí, es un atuendo cuya versión he usado… pero en un club nocturno, lo cual se siente distinto. Ahora estaba yo, con mi pecho plano y mis hombros anchos comprimidos en un catsuit capri, a punto de entrar en una sala iluminada con crudeza, llena de personas observando cada centímetro de mi cuerpo. Parecía la sombra desnuda de mí misma. Empezó a sentirse como terapia de exposición para la dismorfia corporal. Sin mencionar la disforia de género. Pensándolo bien, ¿cuántas disforias puede tener una persona?
“¡Eso es!”, gritó Vanessa cuando me vio. “No necesitamos probar nada más. ¡Lo tenemos!”
Mis Jimmy Choos.
En ese momento, de verdad me hubiera gustado probar otra cosa. La chica que había pasado antes—una modelo real—recibió un vestido al bies, una prenda de ropa propiamente dicha. Yo, en cambio, la no-modelo, había acabado con el look más revelador del desfile. El pánico empezó a asentarse mientras asentía con la cabeza, fingiendo seguridad cuando me preguntaban cómo me sentía. Era como ese sueño en el que estás desnuda frente a todo tu colegio.
Tomaban Polaroids. Mi look quedó confirmado. Ya estaba pasando. Mi foto fue fijada en el board y, cuando me di cuenta, me despedía y salía del estudio pasando frente a una fila de chicas, la mayoría de las cuales probablemente no serían seleccionadas. Debería sentirme afortunada. Y así, durante los días siguientes, enterré la idea de que iba a caminar en un desfile transmitido en vivo al mundo entero, justo delante de mis colegas. La enterré tan hondo que casi nadie sabía que iba a ocurrir.
La noche anterior al gran día, le confesé a una editora de moda veterana que estaba nerviosa. Me preguntó qué había hecho para prepararme. ¿Drenaje linfático? ¿Faciales de esperma de salmón? ¿Caldo para cenar? Nada de eso, dudé en admitir. “Creo que mi cuerpo está bien”, dije en voz alta, como para tranquilizarme. “Bueno, supongo que nosotras lo juzgaremos”, respondió, medio en broma. Esa noche no pude dormir. Para mi vergüenza, soñé que mis brazos se habían inflado y aun así tenía que desfilar.
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Me desperté y vi un tutorial casero de drenaje linfático en YouTube. Me puse una mascarilla. Me lavé el pelo. Fui en bici al lugar del desfile. Afuera, me encontré con Alva Claire, una modelo de verdad, quien me explicó lo que iba a pasar. “Te vas a quedar en blanco”, me dijo, “pero intenta imaginar que entras a una habitación donde está tu ex y nunca te has visto mejor”. Poco sabía ella que ese tipo de interacción social es la que me hace encogerme.
Cuando menos lo pensé, ya estaba incrustada en una silla de maquillaje con varias personas mirando mi rostro desnudo, como contratistas al inicio de una remodelación. Tanto ruido, tantos gritos. El caos reinaba entre bastidores. Descubrí que estilistas de pelo y maquillistas son como gatos y perros, peleando por más tiempo. De pronto, hubo un ensayo. ¿De verdad habían pasado dos horas? ¿Cómo era posible que mi cabello siguiera mojado? Me pasaban de mano en mano como una papa caliente, y empecé a preguntarme si se habían olvidado de mí. Conner nos explicó el recorrido. Teníamos que detenernos a media pasarela y hacer una pose. Muy America’s Next Top Model. Quería un poco de movimiento de cadera, del cual carezco por completo. El ritmo era importante. Algo sobre girar a la derecha. O a la izquierda. No podía concentrarme demasiado.
Peinado y maquillaje entre bastidores.
Empezaba a sentirme tan ansiosa que escribí al chat de un grupo de amigos para preguntar si alguien podía llevarme un betabloqueador al recinto. Antes de que alguien respondiera, llegó la hora del desfile y me estaban cerrando el vestido sin espalda. Me vi en el espejo y no me reconocí: el blowout vertiginoso digno de Valley of the Dolls, los labios escarchados, la sombra azul bebé. Me sentía disfrazada y, en ese instante, supe que nunca volvería a verme así. No debería volver a verme así, sencillamente porque me veía… ¿increíble? De pronto establecí un nuevo estándar para mí misma, uno inalcanzable. Sí, ¡otro más! Había cierto consuelo en el anonimato de todo aquello, una especie de armadura hecha de fijador para el pelo. Parecía una participante de un programa de protección a testigos extremadamente glamuroso.
Cuanto más se acercaba el inicio, más tensa se volvía la atmósfera entre bastidores. Los maquillistas me empolvaban el rostro una y otra vez y me aceitababan las piernas y brazos. Los estilistas capilares hacían algo —no sé exactamente qué—. Te tocaban constantemente. De pronto, llegaron fotógrafos y editores de redes sociales y empezaron a tomar fotos. Los flashes marean, sientes que estás a punto de vomitar. Quizá era solo yo. Un monitor mostraba la llegada de invitados —algunos eran personas para las que he trabajado—. “Ojalá no cruce miradas con ellos”, pensé. Probablemente aún les debo textos.
Caos entre bastidores.
Un poco de inspiración de Carrie antes del espectáculo.
Noté que todos estaban nerviosos. Justo antes del desfile, la sala quedó en silencio, cada chica sintiendo claramente los nervios. Podías oír caer un alfiler. Miré alrededor y descubrí que era la persona de mayor edad en el cuarto. Ahora era una no-modelo trans adulta. ¿Qué demonios hacía ahí? Todas recordamos aquel episodio de Sex and the City en el que Carrie desfila. No estoy segura de poder recuperarme si me caigo frente a gente a la que respeto, y encima viéndome como una muñeca Barbie.
Concéntrate, Osman, no puede ser tan terrible. Es un desfile, por el amor de Dios. ¡Hay gente muriéndose! Fue entonces cuando Summer Dirx, de 18 años, le dijo a su compañera algo que todos escuchamos: “Soy joven, soy inteligente, soy graciosa… y todo en mi vida va según el plan”.
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La sala estalló en risas. Era exactamente lo que todos necesitábamos oír. Incluso yo. Se sintió como una escena de Unzipped.
No puedo contarte mucho sobre el momento de caminar la pasarela, excepto que pasó en un suspiro y se sintió como un borrón. Sientes a la gente mirándote, pero no ves sus caras. Tu corazón late tan rápido que parece caída libre. ¿Están mis caderas moviéndose? ¿Estoy caminando raro? Me desconcertó que la sala estallara en aplausos al salir. Supongo que muchos me conocían y estaban siendo testigos de mi transición, culminando en ese momento de adrenalina pura.
Mi debut en la pasarela.
Al volver detrás del escenario, la modelo que había caminando delante de mí se giró: “¡Eres famosa!”. No tuve corazón para decirle que no, querida, soy una editora de moda semirretirada con un currículum robusto.
Contuve las lágrimas durante el finale, mientras sonaba “You’ve Got the Love” de Candi Staton y veía a mis amigos de reojo, viéndome como la persona que soy ahora: no como una modelo, sino como alguien que tuvo el valor de ser quien es.
Puede que no sea modelo, pero me llevé algo mucho más profundo que el brillo deslumbrante de la experiencia. Si puedo salir frente al mundo, ante personas que respeto, sintiéndome aterrada, expuesta y sin nada que ocultar, entonces quizá —solo quizá— también pueda hacerlo en la vida real. (I)
Este artículo salió originalmente en Harper's BAZAAR Estados Unidos.