Keanu Reeves siempre ha sabido comunicarse en vibras. Mucho antes de que aprendiéramos a identificarlas, antes de que existieran industrias enteras dedicadas a rastrear sus sutiles variaciones, Reeves ya tenía una forma curiosamente etérea de moverse por el mundo, una manera de proceder muy centrada en la energía. 

Bill & Ted’s Excellent Adventure (1989), donde él y su coestrella Alex Winter interpretan a un par de stoners de San Dimas que viajan en el tiempo y cambian el curso de la historia, era una vibra. My Own Private Idaho (1991), la lírica reinterpretación de Gus Van Sant de las obras Henry IV de Shakespeare, en la que Reeves y River Phoenix dan vida a dos jóvenes de la calle que encuentran amistad y una forma de salvación el uno en el otro, era una vibra completamente distinta. 

Point Break de Kathryn Bigelow, en la que Reeves interpreta a Johnny Utah, una estrella del fútbol americano universitario convertida en agente encubierto que busca infiltrarse en una banda de surfistas asaltabancos liderados por un carismático y casi místico Bodhi, interpretado por Patrick Swayze, contenía, literalmente, cinco vibras diferentes. Pero también existen vibras muy definidas en Speed (1994), The Matrix (1999), Something’s Gotta Give (2003) e incluso John Wick (2014), vibras que, en su expresión más intensamente vibracional, revelan tanto sobre Keanu Reeves como revelan sobre nosotros.

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a collage of characters from classic movies featuring various scenes and costumes
Getty, Everett, Alamy.

En sentido horario, desde arriba a la izquierda: Keanu Reeves con Patrick Swayze en Point Break (1991), de Kathryn Bigelow; con River Phoenix en My Own Private Idaho (1991), de Gus Van Sant; interpretando a Theodore “Ted” Logan junto a Alex Winter como William “Bill” S. Preston Esq. en Bill y Ted's Excellent Adventure (1989); como Neo en Matrix (1999).

Esperando a Godot tiene su propia vibra. Mientras observaba a Reeves y a Winter —su coestrella de Bill & Ted— en la nueva producción de Broadway dirigida por Jamie Lloyd, que abrió en septiembre, sentí un murmullo silencioso que no lograba sacudirme.

Cuando vi por primera vez el póster de Esperando a Godot tras su anuncio el año pasado, pensé que no era real. Pero al ver a Reeves y Winter subir al escenario del Hudson Theatre en Nueva York, me sorprendió lo real que era: una destilación perfeccionada, casi de simulación, de tantas cosas que definen nuestra existencia en este momento tan parecido a The Matrix.

Escrita por Samuel Beckett tras la Segunda Guerra Mundial, Esperando a Godot se considera una pieza canónica del teatro del absurdo: una obra sobre la fe, la futilidad y la búsqueda de sentido en un mundo caótico y, a menudo, brutal. La trama —en la medida en que existe una— gira en torno a dos hombres, Vladimir —Winter— y Estragon —Reeves—, que matan el tiempo a la espera de la llegada del enigmático Godot, un personaje del que nosotros —y ellos— sabemos prácticamente nada.

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Andy Henderson.

De izquierda a derecha: Winter, Michael Patrick Thornton, Brandon J. Dirden y Reeves en la nueva producción de Broadway de Jamie Lloyd de Esperando a Godot, de Samuel Beckett.

El Vladimir de Winter es el más firme de la dupla, decidido a esperar cueste lo que cueste. Cada vez que duda o empieza a cuestionarse, recupera enseguida la compostura y vuelve a su propósito. El Estragon de Reeves, en cambio, está más roto espiritualmente. Le duelen los pies. Y, al parecer, también la cabeza y el corazón. Intenta dormir, pero el descanso ofrece poco alivio.

Ambos hombres caminan al borde, perdiendo la noción del tiempo. 

Las pocas personas con las que se cruzan mientras esperan solo parecen traer más dolor, trauma, violencia, desilusión. Esperan, pero ¿a quién? ¿Y para qué? ¿Quién —o qué— podría cambiar realmente algo?

En un momento, Estragon —mirando a lo lejos como un Theodore “Ted” Logan más viejo y cansado— se irrita cuando Vladimir —también conocido como William “Bill” S. Preston— le dice que no quiere escuchar más de sus cavilaciones existenciales, y se plantea, por un instante, si deberían separarse. “¿A quién voy a contarle mis pesadillas privadas si no te las cuento a ti? A veces me pregunto si no habríamos estado mejor solos, cada uno por su lado… No estábamos hechos para el mismo camino”, dice Estragon.

Fue cuando Reeves pronunció esas líneas que el murmullo se volvió más intenso. Verlo habitar a Estragon se sentía como una extraña metáfora de nuestro estado colectivo de estar “entre” cosas, mientras esperamos a que el futuro tome forma.

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Andy Henderson.

Se ha vuelto parte fundamental del creciente cuerpo de estudios sobre Keanu Reeves en el siglo XXI que aquello que suele resonar de manera más profunda en el público, al ver una interpretación suya, es el propio Keanu Reeves. Ha disfrutado de una prolífica carrera actoral que abarca cuatro décadas. Pero, en años más recientes, Reeves también se ha convertido en una especie de héroe popular de la decencia. Existen constelaciones enteras de sitios de fans, cuentas stan —de fans extremadamente dedicados—, subreddits, pódcasts y libros dedicados no tanto al chisme o la especulación, sino a anécdotas susurradas sobre su calidez, compasión, generosidad, amabilidad y su impecable conducta en el metro. Tiene una fundación que apoya la investigación contra el cáncer. Es abierto y cercano con sus fans. Publica libros de arte en ediciones pequeñas. Incluso el hecho que pone en marcha la saga John Wick, en la que interpreta a un asesino a sueldo, está enmarcado desde el afecto: quiere vengar la muerte de su cachorro.

Reeves no está en Instagram, pero domina la plataforma, surfeando las olas del algoritmo como Johnny Utah dentro de un tubo. Hay cuentas enteras dedicadas a la forma en que sostiene las cosas —como una persona normal—, a imágenes de él subiendo o bajando de motocicletas —también como una persona normal—, y a la manera en que se toma fotos con los fans, con las manos detrás de ellos, sin tocarlos, para crear la ilusión de contacto físico sin invadir su espacio personal.

A los 61 años, Reeves se ve muy parecido a como siempre ha sido: presente, sensible, un poco desaliñado. Rara vez revela mucho sobre su vida personal, pero cuando habla, lo hace con franqueza, humor modesto y una cortesía impecable. Ha seguido, en gran medida, un uniforme compuesto por sacos oscuros, camisetas, jeans y botas resistentes; más allá del gris de su barba, puede ser difícil identificar el año o el contexto de una fotografía suya en solitario.

Pero hay un conjunto particular de imágenes que ofrece un punto de referencia útil. En 2010, aparecieron fotos de paparazzi que mostraban a Reeves sentado en una banca de parque en Nueva York, comiendo un sándwich. Su postura es ligeramente encorvada, no del todo triste, pero con la apariencia introspectiva suficiente para que internet proyectara sobre ella un universo entero de emociones. Las imágenes se volvieron virales, circulando en Reddit y Tumblr —Instagram aún tardaría varios meses en lanzarse— También se convirtieron en un meme pionero, con usuarios photoshopeando al Sad Keanu en pinturas famosas, escenas banales de hastío existencial, e incluso sentado pensativamente junto a delfines, Forrest Gump y Kanye West.

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Cortesía de X.

Mi propia experiencia con el lore de Keanu comenzó mucho antes. Reeves me lleva más de una década, pero crecí en Toronto en los años 90, no muy lejos de donde él lo hizo —Reeves nació en Beirut, pero se mudó a Canadá cuando era niño—. Para entonces, ya era una estrella y hacía mucho que había partido rumbo a Hollywood, pero aún quedaban rastros de él por todas partes. Se escuchaban historias sobre sus hazañas: que una vez salvó al gato de la abuela de alguien, que lo expulsaron de la escuela por hacer algo rebelde a la manera de la Generación X, o incluso noble —todo sin comprobar)— Una vez tuve un profesor que supuestamente había tocado con Keanu en una banda previa a Dogstar. Pero cada vez que Keanu volvía a Toronto, incluso en los vibrantes días de Speed, todavía se reunían para tocar juntos.

Hace algunos años, el crítico del New York Times Wesley Morris dedicó un episodio del podcast Still Processing titulado Keanu Reeves Will Be Your Mirror. El programa exploraba por qué nuestra percepción de Reeves parece reflejar algo de nuestras propias aspiraciones, miedos, esperanzas y ansiedades: las cualidades que, como audiencia, proyectamos sobre él. Tanto la variedad ecléctica de decisiones que Reeves ha tomado en pantalla como su impenetrabilidad fuera de ella han influido, coincidieron Morris y su invitado, el periodista Alex Pappademas, autor de Keanu Reeves: Most Triumphant: The Movies and Meaning of an Impressible Icon. Pero también lo atribuyeron a la autoconciencia del propio Reeves y a la dificultad que hemos tenido como público para separarlo de su obra.

“La verdad real de su presencia en pantalla es casi una acusación al acto mismo de mirar, de observar a las personas interpretar cualquier cosa. Está tocando una incomodidad fundamental en la relación entre espectador y observado”, dijo Morris.

A lo que Pappademas añadió: “Él nos está mirando tanto como nosotros lo miramos a él".

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Doane Gregory, Netflix.

Reeves interpretó una versión de sí mismo en la comedia romántica de Netflix Always Be My Maybe (2019), junto a Ali Wong y Randall Park. El Keanu de la película es ostentosamente espiritual y completamente solemne, llevado al borde del llanto por el sonido de sus propios latidos. No es Keanu, en absoluto. Y al mismo tiempo es puro Keanu. Pero también lo es la interpretación de Reeves en Thumbsucker, la película de Mike Mills de 2005, donde da vida a un ortodoncista que intenta tratar a un adolescente llamado Justin —Lou Taylor Pucci— quien lidia con la vergüenza y una sobremordida porque aún se chupa el pulgar. El personaje de Reeves, el Dr. Perry Lyman, enfrenta su propia crisis existencial. “Todos queremos estar sin problemas. Arreglarnos”, le dice Perry a Justin, encendiendo un cigarrillo tras otro. “Buscamos alguna solución mágica que nos mejore, pero ninguno de nosotros sabe realmente lo que está haciendo. El truco es vivir sin una respuesta. Creo".

Esperando a Godot ha inspirado, por sí misma, una especie de obsesión. El dramaturgo irlandés Beckett escribió originalmente la obra en francés. Se estrenó en 1953 en París, donde la premisa esencial de ver a dos figuras vestidas como payasos del vodevil reflexionar, discutir y lanzar chistes sombríos resultó divisiva en un inicio. Pero la forma en que deconstruía las convenciones teatrales y examinaba la sensación de desubicación, incertidumbre y desesperación que consumía a esos personajes tocó una fibra sensible en el público europeo, aún tambaleante tras la guerra y tratando de entender quiénes eran y en qué se convertirían después de ella.

Antes de Reeves y Winter, Sir Patrick Stewart y Sir Ian McKellen ya habían llevado Esperando a Godot a Broadway, y más de dos décadas antes, Steve Martin y Robin Williams hicieron lo propio. E.G. Marshall y Burt Lahr fueron los primeros, en 1956.

new york, ny november 24: ian mckellen and patrick stewart during the opening night curtain call for waiting for godot at the cort theatre on november 24, 2013 in new york city. (photo by walter mcbride/wireimage)
Walter McBride.

Sir Ian McKellen y Sir Patrick Stewart durante la llamada a escena de la noche de estreno de Esperando a Godot, 2013.

Una de las otras reivindicaciones de fama de Esperando a Godot es que se convirtió en una obra popular para montar en prisiones, con personas privadas de la libertad como parte del elenco y del equipo técnico. Tras una función en San Quentin a mediados de los años 50, uno de los internos del penal, Rick Cluchey, quedó tan conmovido por la obra que comenzó a participar en un taller de teatro dentro de la prisión. Al salir en libertad, Cluchey entabló amistad con Beckett y se convirtió en un intérprete frecuente de su obra —la historia de Cluchey fue dramatizada más tarde en la película Weeds, de 1987, protagonizada por Nick Nolte—. En 1985, el director Jan Jönson organizó que internos de una prisión sueca representaran la obra en un teatro real en Gotemburgo. Durante el ensayo general, varios aprovecharon para huir. La función fue cancelada.

El peso cultural de Esperando a Godot, sin embargo, se mantuvo con fuerza hasta los primeros años de esplendor de Reeves, en los 90, cuando se volvió una especie de referencia para la ironía, el espíritu slacker y el desencanto de la Generación X. Su influencia fue tan amplia que alguien, en una de mis clases de cine en la universidad, hizo un video llamado Esperando a Ferris, que consistía en una versión remontada de Ferris Bueller’s Day Off (1986) sin ninguna de las escenas de Matthew Broderick.

france 1956: waiting for godot of samuel beckett. production : roger blin. lucien raimbourg, didier bouillon, pierre latour. paris, theater hebertot, in june 1956. lip 077081 176. (photo by roger viollet via getty images/roger viollet via getty images)
Lipnitzki.

Una de las primeras representaciones de la obra en París, 1956.

Cómo se recibe Esperando a Godot hoy, en un momento en que hemos visto y oído demasiado como para procesarlo por completo, es difícil de desentrañar. Mientras veía a Reeves y Winter en Esperando a Godot, seguían apareciendo en mis redes imágenes de helicópteros Black Hawk descendiendo sobre Chicago. En algún lugar, aún se ultimaban los planes para demoler el Ala Este de la Casa Blanca. Ladrones seguían trazando un plan para robar 100 millones de dólares en joyas del Louvre. Se seguían cerrando acuerdos. Las guerras seguían en marcha. Las tormentas seguían formándose. Aún quedaban The Life of a Showgirl, la IA, el autoritarismo rampante y la crisis climática por considerar (en ese orden). Los chicos seguían diciendo Six Seven. Si uno escuchaba, había demasiado. Todo se estaba desmoronando.

Eso imaginaba yo que escuchaba el Estragon de Reeves en sus peores momentos: el sonido de lo que significa verse obligado a comprender lo incomprensible; lo que es vivir en el mundo actual mientras matamos el tiempo esperando que algo, lo que sea, haga que todo tenga sentido.

El año pasado, Reeves y el autor China Miéville publicaron una novela de ciencia ficción, The Book of Elsewhere. El libro se basaba en un personaje que el propio Reeves había imaginado: un guerrero de 80,000 años que no puede morir, pero que está cansado —incluso consumido— por su propia inmortalidad.

the book of elsewhere
Amazon.

El libro de Elsewhere, la novela de ciencia ficción de 2024 que Reeves escribió junto con China Miéville.

En una entrevista con The New York Times, le preguntaron a Reeves cuánto reflejaba el personaje sus propios pensamientos o sentimientos sobre el paso del tiempo y la finitud de la vida.

“Me sorprendió, en el acto creativo, lo que uno mismo llega a revelar,” dijo. “Y quizá pienso en la muerte. Quizá no entiendo la violencia del mundo. No entiendo que todos sabemos que vamos a morir, y aun así nos matamos unos a otros por cosas que, quizá cuando las miras en retrospectiva, no son tan importantes. Quizá me pregunto sobre el mundo, ¿sabes? ¿Cómo llegamos aquí, quiénes somos? Me pregunto por la tecnología. Me pregunto por esa especie de impulso hacia la extinción que parece tener nuestra especie. No sé por qué tenemos tanta prisa por abandonar el planeta y volvernos digitalizados. Quizá me pregunto sobre el amor. Y su poder. Por qué la muerte es tan fuerte y el amor tan frágil, y aun así es la fuerza más poderosa del planeta. Así que me gusta pensar en esas cosas", planteó.

Por eso el derrotismo de Estragon resultaba tan desconcertante. No era, imaginaba yo, la forma en que Keanu Reeves respondería. Él se mantendría al lado de su amigo de casi cuatro décadas y caminaría con él por ese camino, fuera hacia Godot o hacia cualquier otro lugar. Encontrarían un espacio para existir con gracia, dignidad y alegría a pesar de todo, tocando con Wyld Stallyns hasta el final. Porque eso es lo que Keanu Reeves aporta a la fiesta.

Este artículo salió originalmente en Harper's BAZAAR Estados Unidos.