La primera vez que me encontré con una clase de hipopresivos no sabía si estaba en un estudio de ejercicios o en un taller de respiración. Abrir las costillas, contener el aire, sentir cómo el organismo se alargaba desde adentro. Días después, sostuve una barra en un salón de espejos, los músculos ardían al ritmo de la música, como si cada pequeño movimiento fuera una coreografía secreta. Y, más tarde, sobre un mat de yoga, comprendí la diferencia entre simplemente estirarse y abrazar la calma.
Cada una de estas prácticas —hipopresivos, barre y yoga— dejan de ser una joya de pocos para convertirse en parte de las rutinas que marcan las nuevas dinámicas. No se trata solo de ejercitarse, detrás hay toda una búsqueda de bienestar, estética y conexión. Cada disciplina tiene un propósito específico. Los hipopresivos fortalecen y cuidan el corazón, el yoga trabaja la apertura de la cadera y el barre agudiza la concentración, ese músculo invisible que es la mente. Distintas en técnica y en estilo, todas coinciden en un mismo punto: la respiración.
Mi primera experiencia, para escribir este artículo, fueron los hipopresivos. Quise ir más allá de lo que había escuchado —que servían, sobre todo, para mujeres en posparto— y tomé una clase con Paulina Echeverría, terapeuta transpersonal y coach en hipopresivos de equilibrio emocional. Estos ejercicios fortalecen el suelo pélvico, esa faja abdominal que necesita ajustarse, para que la piel mejore y los músculos abdominales vuelvan a cerrarse tras la diástasis. Todo gracias a posiciones que trabajan sobre las fascias, los tejidos conectivos que envuelven toda nuestra estructura. La clase tuvo lugar en un espacio de haloterapia, diseñado para desintoxicar y quitar el estrés, ansiedad e inflamación. Era una sala casi meditativa, iluminada por una luz azul intensa.
Las paredes eran blancas; un aparato liberaba sal medicada en forma de vapor para purificar los pulmones. Los ejercicios comenzaron, aunque lo fundamental estaba en contener, soltar y volver a empezar. Para Echeverría, este proceso es más que físico, es espiritual. Con cada inhalación y exhalación, el diafragma trabajaba masajeando al corazón —el órgano más importante en esta práctica—, y al mismo tiempo, suelta el pecho de pesos invisibles. Así me sentí, liberada.
La clase terminó cuando la coach pidió que me recostara de lado y, con suavidad, hizo presión en distintos puntos de mis piernas, que —según detalla— se conectan con etapas de la vida y con memorias guardadas en el inconsciente. Ciertas zonas del cuerpo pueden acumular tensiones físicas y emocionales y al desprenderse se produce una catarsis. Sentí calma, menos ansiedad y una paz que no recordaba hace tiempo. Entonces, llegó el momento de mi segunda parada: el yoga.

Entrar a una clase con Esteban Novoa fue como abrir una puerta a un espacio donde el tiempo se desacelera. Este experto, terapeuta médico y en sonoterapia, maestro de yoga y guía de meditación, asegura que en sus clases asanas, es filosofía, meditación y práctica consciente de la vida. La cita fue en un espacio amplio, con aire puro y luz natural, donde se podía respirar profundo y dejar el ruido del mundo afuera.
Coloqué mi mat y apagué el celular. Me dispuse a escuchar sus instrucciones: fluye según tu alcance, pregunta si lo necesitas y, sobre todo, sonríe. Este fue mi tiempo para reconectar con todas mis emociones.
La sesión se desarrolló con varias posturas. Algunas desafiaron mi equilibrio y otras me llenaron de alivio. Este maestro dice que cada movimiento tiene un propósito, un principio filosófico, anatómico y un aprendizaje sobre mi propio cuerpo. Abrir el corazón, balancear caderas, mejorar la oxigenación… “El yoga flexibiliza, refuerza los músculos, reduce agobios y estrés, calma el pensamiento y genera bienestar emocional.” Lo más difícil en esta experiencia fue tomar aire, sostener cada postura y conectar la mente.
Esta sesión busca que…
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